jueves, 28 de octubre de 2021

Del cuatricentenario de Duaca


Ya se les fueron a los pobladores de Duaca las ínfulas de estar entre los primeros en Venezuela en conocer las primeras bicicletas, y hasta un automóvil Ford T, que llegaron a ella gracias al ya desaparecido ferrocarril Bolívar. Fotografía: Ferrocarril Bolívar. Estación de Duaca

En la celebración del tricentenario de Duaca, cincuenta años ha, los duaqueños estaban orgullosos de muchas cosas; entre ellas, tres sobresalían. Tener una iglesia de cinco naves, reliquias del ferrocarril Bolívar y haber sido depositaria, por un corto lapso de tiempo, de un frasquito contentivo de cenizas de Cristóbal Colón. Va la historia. Un ilustre paisano, Lucio Delgado, estaba de visita en Santo Domingo cuando exhumaban los restos del descubridor, y consiguió una porción que depositó en la iglesia San Juan de Duaca. El frasquito cinerario fue trasladado a la meseta de Mamo, sede de la vieja Escuela Naval de Venezuela. Luego resultó que pertenecían a un descendiente de Colón.

Ahora es cuatricentenaria gracias al doctor Reynaldo Rojas, orgullo larense miembro de la Academia de la Historia, que descubrió documentos que datan la fundación hacia 1620; y aunque cincuenta años se convirtieron en un centenario, en verdad sólo bastaron los últimos veinte años para que todo el orgullo se esfumara; hoy Duaca apenas sobrevive; sus ciudadanos piensan sólo en el mañana inmediato; la inservible moneda hace toda cotidianidad engorrosa; ya se fueron las ínfulas de estar entre los primeros en el país en conocer las primeras bicicletas, y hasta un automóvil Ford T, que llegaron a ella gracias al ya desaparecido ferrocarril Bolívar. Por ello, el autor se quedará en el pasado y rememorará anécdotas del ámbito docente acaecidas en la celebración anterior, y vividas por ser su padre y su abuelo materno maestros destacados de Duaca. Y era que como pueblo pequeño, y casi un hecho ergódico, en él era fácil distinguir tres estamentos sociales: los comerciantes, los choferes del transporte urbano y los maestros. Los primeros eran la agrupación de los pulperos, bodegueros y mayoristas. El segundo grupo eran los choferes de una única línea de transporte urbano; eran baquianos en Barquisimeto y celebraban las mejores misas de aguinaldo, que prefiguraban con un imponente desfile la víspera, y durante la misa misma, la profusión de fuegos artificiales era impresionante. Los docentes eran muy estimados por su relación con los niños del pueblo. Los maestros eran llamados bachilleres y las maestras, señoritas, aun cuando estuviesen preñadas. Las clases eran impartidas de lunes a viernes, en dos turnos, y un turno los sábados. Los exámenes finales tenían jurado examinador externo, con tres pruebas: escrita, oral y práctica.

Vayamos a las anécdotas.

 

Una vez el director necesitaba ubicar a alguien en San Felipe y le pregunta al bachiller Fonseca si conocía bien esa ciudad; como no era así, decidieron invitar a una maestra duaqueña jubilada que desarrolló su carrera en la capital de Yaracuy. Ya dedicados a ubicar la dirección, se consiguen en una calle sin vehículos y al director le entró la duda de si estaban circulando en el sentido correcto; le pregunta a la jubilada, responde que no sabe; ella atisba a un transeúnte:

—Ese fue mi alumno, le preguntaré —lo llama.

—Hooola, ¿cómo está usted?, qué alegría verla.

—Bien, mijo. Mire, ¿nos estamos tragando la flecha?

—No se preocupe, esta calle es doble vida.

—Se ve que fue alumno suyo —comenta el bachiller Fonseca a sovoz.

 

Un maestro peroraba antes sus alumnos sobre la triste vida de muchos intelectuales.

—El poeta Rojitas se consideraba ópera en Carora, opereta en Barquisimeto y zarzuela en Caracas. Una vez estaba de visita en la capital cuando Ana Pávlova se presentaba en el Teatro Nacional, estaba impresionado por los regalos que los admiradores de la artista enviaban a la recepción del teatro. Destacábanse los arreglos florales teñidos con plumas de garzas apureñas. El poeta, pobre de solemnidad, con apenas una nica en el bolsillo, compró unas hojas de lechuga y se las envió con una esquela que rezaba: “Para que se alimenten los canarios que se anidan en tu garganta”.

Todos quedaron pasmados. El autor le cuenta a su padre la anécdota; éste ríe.

—Hijo, para empezar, ¡ella era bailarina!; además, Rojas, o Rojitas, será ópera en Cabudare, era de esos lados, no caroreño.

El autor se lo cuenta a su bachiller al día siguiente; éste se defendió:

—Pero no me van a negar que la historia era bonita.

 

Un alumno preguntó qué significaba SOS; le explican que es socorro ombre sálvame.

—Pero hombre es con hache.

—Mire —revira la señorita—, en caso de peligro, uno no se pone con tonterías.

 

Para finalizar, una en que el autor, como discente, obtuvo una pésima calificación. La tarea para el día siguiente era un tema de composición sobre el Día de las Madres. En la noche solicita ayuda de su padre.

—Escriba ahí: Allende los mares… el niño comía tierra frente a la madre; pero ella no estaba segura de si comía tierra o de si la Tierra se comía al hijo…

Por supuesto, el bachiller rechazó el trabajo; conocía las dotes líricas del padre del autor.


Del cuatricentenario de Duaca