martes, 17 de octubre de 2000

Maneras de sobrevivir

El Nacional - 17/10/2000

Para complacer a su madre, pasaría unos días con la tía. Ésta era famosa por sus ideas para ahorrar, o mejor sería decir, para sobrevivir. Obraba milagros con su pensión. En la familia referían el cuento del hueso que usaba durante seis meses para hacer hervido o que era muy convincente, y para pedir prestado, habilísima. El chofer le indicó el edificio. Sacó un papelito para comprobar el número del apartamento, y como eran tres pisos, subió por las escaleras. El timbre no funcionaba. La tía se asomó a la reja. Se alegró mucho y luego de la bendición, se entretuvieron hablando de lo mucho que había crecido, de lo hombre que era. Se ofreció a repararle el timbre. "No, hijo, lo tengo así para ahorrar". Siguieron conversando. "Tía, tengo sed, voy a la cocina"; "No, yo le traigo agua". Adivinó que no quería que entrara a la cocina. Para la cena, le sirvió un plato de caraotas y otro de pasta. Ella se sentó; pero no comió. "Tía, lavaré los platos", se ofreció él. "No, no se preocupe", contestó ella. Esa noche sintió cólico, que atribuyó a la sazón de las caraotas, en verdad un poco rara. Se levantó muy temprano. Quiso hacer café, pero no le pareció correcto, así que esperó a que se levantara. El desayuno fue frugal, y de almuerzo, carne, y otra vez caraotas. A la mitad de la tarde sonó el intercomunicador. "¿Sí?"; "Señora soy yo, ¿me va a pagar?"; "Sí, suba"; "¡Pero seguro que me va a pagar!"; "Sí, suba"; "¿No me va a engañar?"; "No, suba". "¿Quién es ese?", preguntó el sobrino, "Un cobrador necio". Ella le abrió. "Señora, me debe tres cuotas"; "Mire, yo ahora tengo muchos problemas"; "Pero usted me dijo que..."; "Fíjese, tengo aquí a mi sobrino..."; "Usted me dijo...", "Oiga, Dios le agradecerá si usted me presta...". El sobrino vio como lo convenció de que le prestara dinero. Era realmente habilidosa. "Hijo", le dijo después de ido el cobrador, "quiero regalarle unos zapatos"; "Gracias, tía; pero no es necesario..."; "Mañana", lo interrumpió, "vamos a una tienda, pero tiene que ser antes de la siete, a esa hora abren". Intuía que la industria para quitarle prestado al cobrador, el timbre que no funcionaba y lo de antes de las siete eran parte de las mañas para sobrevivir, igual que la prohibición indirecta de ir a la cocina. La cena fue caraotas y pasta. A medianoche, cuando los ronquidos anunciaban que la tía dormía profundamente, entró a la cocina. Nada más un plato, una cuchara, una taza, un tenedor, una cucharilla, y un cuchillo. Siempre alerta, abrió la pequeña nevera. Descubrió el plato de las caraotas, vacío y con una costra negra. Se veía que no lo lavaba, lo que le permitía preparar los granos sin sazón, y esta la extraía al servir en el plato ya madurado. Era realmente ingeniosa. Despertó bien temprano. Llegaron al negocio antes de las siete. "Adelante", dijo el árabe. "Paisano, quiero unos zapatos para mi sobrino..., hijo, seleccione el que quiera". Merodeó y seleccionó un par, y se los puso para probarlos. "¿Cuánto cuestan?", preguntó ella. "Barato, 80 mil bolívares"; "¿Está loco? Sobrino, quíteselos"; "No, espere", dijo el turco, "bueno, 75 mil bolívares"; "No, quíteselos, sobrino". Se los quitó. "No, no, póngaselos, está bien, 70 mil". Se los puso. "No, muy caro, quíteselos". Se los quitó. Entre poner y quitárselos, el precio llegó a dos mil. "Está bien", dijo ella, "páguese". Cuando salieron a la calle, le dijo a su sobrino. "Hay que aprovecharse de las supersticiones de los demás, este árabe cree que si el primer cliente no compra, se empava el día".

Marcial Fonseca

lunes, 18 de septiembre de 2000

Instantes y Gabriel García Márquez

El Nacional - 18/9/2000

Qué macabra suerte la de los genios de la literatura, que cuando mueren, o están cerca de fallecer, les atribuyen textos que generalmente no calzan la calidad de los interfectos o simplemente están mal escritos. Detrás de esta lúdrica costumbre quizás se encierre un fino sentido del humor. En la actualidad circula, vía internet, una carta del gran Gabriel García Márquez, dirigida a sus amigos, de despedida por su inminente muerte como consecuencia de la enfermedad que lo aqueja. Hará unos 15 años sucedió algo similar con el poema Instantes que fue atribuido a Jorge Luis Borges después de su muerte. Un locutor argentino la radió bajo la autoría del insigne sureño. Vayamos a la parte literal. Ya ha sido demostrado que el poema no era de Borges. Pero la aclaración, por parte de su viuda y amigos, no se necesitaba. Aparte de que la vida que pregonaba el texto desdecía del pensamiento laberíntico del autor, era inconcebible leer por ejemplo, ``... si pudiera volver atrás, trataría...'' o ``un paraguas y un paracaídas...''. Estas cacofonías, independientemente de si quería arrepentirse, no serían la manera como lo diría un gran escritor. Por el lado del Gabo, ese ``... dormiría más, soñaría más...'', o ``como (sic) disfrutaría de un buen helado...'', no llenan las expectativas de su grandeza. En el texto pseudoborgiano se lee ``... yo fui de esa personas que vivió (sic) sensata y prolíficamente cada minuto de su vida...''. No hay comentario sobre tan infame inconcordancia. En la misiva del colombiano leemos: ``... si yo tuviera un corazón, escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol. Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que les (sic) ofrecería a la luna...''. Esto no parece haber salido de la misma pluma que dio Cien años de soledad o La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. La forma dulzona de la supuesta carta es más propia de autores que infestan sus poemas con ``tu silencio me ensordece'' o ``tu frialdad me derrite''. Pareciera que estuviéramos leyendo esas columnas que reseñan fiestas de quinceañeras. Hasta ahora, ni Gabriel García Márquez o alguno de sus allegados han comentado nada sobre la carta. Si ella fuera cierta, entonces la cercanía de la muerte estropea la calidad y las creencias.

Marcial Fonseca

miércoles, 9 de agosto de 2000

El dios devaluado

El Nacional - 9/8/2000

Aclaremos, empezando, que no nos estamos refiriendo al omnipresente, omnisapiente, omnímodo Dios, con D mayúscula; el que acompañó a Moisés en su peregrinar por el desierto; el que guió a Mahoma en su creación islámica y en su Hégira; el que envió a Jesús a inmolarse por la humanidad para que el hombre se recuperara de la caída original. No, vamos a hablar del dios con d minúscula; el de la gran mayoría de seres humanos, que en su incapacidad de aprehender el concepto Dios, se ve en la necesidad de crear uno, y de bajarlo de los cielos a su minucia de vida para entremezclarlo con la miseria cotidiana, con las pasiones humanas y, por ello, convertirlo en simplemente un dios.

Lo quiere en la tierra para que le resuelva sus problemas y para que le indique su futuro. Para cualquier faceta de vivir, este hombre busca la señal que ese dios disminuido le coloca por ahí para que las lea. En las mañanas, va al horóscopo para escudriñar los mensajes que él, desde arriba, le manda; los sueños son para que juegue en las loterías las edades de las personas que evoca en ellos; el número que aparece en grandes caracteres en el periódico o cualquier cosa que no comprenda, es él comunicándose. Había una viejita, en la carretera Lara-Zulia, que hábilmente le sacaba provecho a esto. Se apostaba en una bomba, y se le acercaba a los conductores. Les decía que era el último Kino que le quedaba, que la ayudaran. Por la mente del chofer pasaba la idea de que era dios que se la había enviado. De esta manera, vendía todos sus kinos. Por supuesto, hay otros más inteligentes, y con más suerte que la viejita. Están en la radio y en la televisión vendiendo sexo tántrico; o usando cartas cualesquiera para indicarnos el futuro; o, los intelectualoides, enriqueciéndose con los libros de autoayuda; o, los parapsicólogos leyendo los cuerpos opacos para aclararnos el pasado y pintarnos las mañanas.

Ellos han descubierto que en la cobardía humana tienen un filón. Este hombre en su pequeñez, en su vacuidad, ha declarado que está hecho a semejanza de Dios (Gen. 1.26), y en su afán de imitarlo, de hacerlo su lacayo, lo ha convertido en dios. Con esto simplemente busca sobreponerse a su miedo natural, atávico, que lleva por dentro. Este querer parecerse a él, le ha traído choques mentales que resuelve inventando el diablo para culparlo si no se cumple la lectura que ha hecho de los mensajes divinos; también crea diversos emisarios de ese dios, que cree ver en paredes desconchadas, árboles, todos o simplemente en maderas raídas. Según unas tablillas que reposan en el Museo Británico, Moisés previó que la vanidad de creernos iguales a Dios haría que lo imitáramos; por lo que nunca conseguiríamos la felicidad (Samuel Rothgolberd, "Moses and the Exodus", British Museum Journal, número 24, marzo de 1948). Muchas personas tienden a llamar a este dios como el dios de los ignorantes; realmente es una insensatez e insensibilidad extremas; decir eso es como burlarse de la ceguera de un ciego.
Marcial Fonseca

viernes, 2 de junio de 2000

Los agujeros negros

El Nacional - 2/6/2000

En el artículo "Los agujeros negros: ¿una metáfora de la condición humana?" de Rafael Arráiz Lucca, del pasado 26 de mayo, el autor admirablemente amalgama la física con la poesía, y si hilamos fino con la realidad venezolana; pero está ausente, o muy sutilmente inmerso en el texto, la razón por la cual se llaman agujeros negros: la luz que pudiera existir en ellos queda atrapada en el interior porque ella es igualmente atraída (esto es, la luz también tiene masa como cualquier otro cuerpo). De hecho, la existencia de los huecos negros se evidencia por las distorsiones que producen en su entorno, y no porque hayan sido vistos, que no se puede.

Marcial Fonseca

lunes, 29 de mayo de 2000

Paseo sobre la Carlota

El Nacional - 29/3/2000

La multitud enardecida que perseguía a Juan José se le acercaba peligrosamente cuando dobló por el callejón y vio la casa de su compadre Pedro Pablo. -Compadre, ¿qué le pasa? -dijo Pedro Pablo- ¿qué es esa gritería, por qué viene a pie, dónde dejó su carro? -Déjeme explicarle. -Pase, siéntese en el banco. No, no, pasemos a la casa -sugirió asustado. Ambos se meten rápidamente a la vivienda. La muchedumbre desacelera el paso, extrañada porque no ve al perseguido; la gritería se diluyó en "qué se hizo", "dónde está", "debe de ser un espanto", y todos, ya calmados, miraban al cielo, para ver por dónde se había ido. -¿Por qué huía? -quiso saber Pedro Pablo. -No va a creerme, tenía la idea de que podía volar, al natural; de hecho en mis sueños volaba y descubrí el truquito. -¿No me diga que voló? -lo interrumpió. -Pues sí; pero ha sido una odisea, esa gente que oyó venía tras de mí. -Empiece desde el principio, compadre. -Estaba en el trabajo, subí a la azotea del edificio, me preguntaba lo hago o no lo hago, me decidí, me lancé al vacío, con los brazos y piernas extendidos, y me fui en caída libre, como una piedra; no lograba dominar mi cuerpo, vi a la muerte; batía y batía los brazos pero no lograba enderezarme. -Se dice estabilizarse. -Está bien, no lograba estabilizarme, me viene a la mente los sueños, y recuerdo que las piernas tenían que estar paralelas, lo hago y la velocidad de descenso disminuye; también que debía moverlas como batiéndolas hacia mi cuerpo; y no lo va a creer, compadre. -Se estabilizó. -Sí, poco a poco controlo la situación, bajo o subo a voluntad. -¿Y la gente? -Al principio, me vieron con lástima porque creían que me suicidaba, luego con pavor; bueno, continuando, sigo a lo largo de la avenida Sucre, llego a la autopista y me encamino, mejor dicho vuelo hacia el litoral; todo era muy agradable, me sentía livianito... -¿Hasta dónde llegó? -Hasta La Guaira. Me regreso en la Compañía Guipuzcoana, la subida fue muy difícil, muy ardua: la gravedad es muy pesada; los brazos empezaron a dormirse, las piernas no me daban, me faltaba el aire; por fin llego a Catia y para descansar me arrimo a la falda del Avila, me dejo llevar, planeo; siento el frío de la montaña. En Petare, decido visitarlo; al enfilarme hacia acá veo, imponente, la pista de aterrizaje de La Carlota... -¿Tenía pensado descender ahí? -lo interrumpió. -No, ya le dije que había decidido visitarlo. -Entonces, ¿por qué mete La Carlota en esto? -No es que la esté metiendo, es que al ver la pista, no aguanté y la sobrevolé toda como a unos diez metros de altura, antes de dirigirme a su casa. -¡Compadre Juan José, estamos hablando en serio, dígame, ¿tenía permiso para sobrevolar La Carlota? -¡Claro que no! -Entonces, compadre, sin la correspondiente autorización, le hubieran disparado y a esa altura no pelan, así que no me mienta, tiene que haber venido directamente para acá, yo oí la gente que lo perseguía, mejor termine el relato; pero sin inventar.

Marcial Fonseca

martes, 8 de febrero de 2000

El diablo de Barinas

El Nacional - 8/2/2000

Érase una vez un hombre, en la Barinas de 1901, de ingeniosas ideas y gran entusiasmo, que tenía un pacto con el diablo, y de ahí su gran prosperidad. Su creatividad era permanente. Puso un restaurante, y contrató dos muchachos para reparto a domicilio de comida. Otra innovación fue suministrarles a ciertos clientes unas cartulinas que podían utilizar para compras a créditos. Su uso fue aceptado en otros locales: había inventado el dinero plástico; bueno, para aquel entonces, de cartulina.
Su labor no sólo era enriquecerse, que lo hacía muy bien, sino que parte de sus ganancias las invertía en obras públicas. Al enterarse de que en Barinas instalarían una planta eléctrica, él se movió hasta que le trajeron una para su pueblo, Barrancas. Con ella alumbró la plaza, la iglesia, el concejo municipal, la casa del presidente de éste y la suya propia. Dotó a la población de diez pilas de agua; acondicionó un terreno para campo de béisbol. Las primeras noticias de un circo que actuaría en Caracas coincidieron con la aparición de la enfermedad. Adelgazamiento acelerado, micción continua, sed, resequedad en la boca, hormigueo en el cuerpo. El demonio, decía la gente, buscaba su trofeo. Sin embargo, siguió mostrando su esplendidez. Penosamente hizo un viaje a Caracas para contratar el circo como regalo de despedida final. Con gran entereza preparó su partida, compró la urna, el testamento fue actualizado, y dispuso que por su muerte no se suspendiera la primera función del circo, en caso de que coincidiesen. Murió, de cuarenta y cinco kilos, un día antes de la primera actuación del circo. Este había ya causado mucho revuelo en el campo de béisbol por la vistosa y nunca vista carpa y por la febril actividad para suministrarle electricidad. Por respeto, lo enterrarían al día siguiente de la inauguración. En el velorio, muchos se preguntaban si sería verdad lo del trato con Satanás.

Los rezos fluían normalmente, de repente apareció un perro, negro profundo él, ojos brillantes, imponente, que lejos de gañir, gruñía. Se postró frente al féretro. Tímidos sshh no lo alejaron. El sacerdote quiso hacerse el valiente, pero los dientes lo disuadieron y se dedicó a rezar un rosario que suspendió en la tercera letanía porque se fue la luz. Gritos, pasos, velas cayendo, golpe y arrastrar sordos. El apagón, que había sido general, fue corregido suprimiendo el servicio de la plaza. Vuelta la luz, no había animal y la urna estaba vacía en el suelo. Todos se fueron a la iglesia para purificarse por haber visto a Lucifer en persona, o en perro. Mientras tanto, en el campo de juego, el público, ignorante de lo que había pasado en el mortuorio, esperaba a que abrieran la puerta y fueron sorprendidos por un empleado que colocó el aviso Por razones ajenas a nuestra voluntad, se pospone la función para dentro de dos días. Nadie entendía por qué se contrariaba la última voluntad del difunto. Dentro del circo, el dueño no sabía qué carajo hacer con ese flaco muerto que Tamacún, que así se llamaba su dóberman, había traído arrastrando por una pierna.

Marcial Fonseca

lunes, 17 de enero de 2000

La pena de muerte

El Nacional - 17/1/2000

No justifiques tu irracionalidad de ayer, con tu racionalidad de hoy Anónimo Cada vez que se aplica la pena capital en un país (no hablemos de introducirla donde no existe porque se forma una alharaca), surge la manida pregunta ¿es lícito que la sociedad, mediante su brazo ejecutor, el gobierno, le quite la vida a alguien que se la ha quitado a otro premeditadamente? Realmente la pregunta debería ser ¿por qué no? Estamos hablando de que la sentencia es contra alguien que ha cometido alevosamente un crimen, que no hay dudas razonables de su culpabilidad, que no hubo influencias de drogas, que no es un impedido mental; también que, y quizás sea la razón más poderosa, se estaba consciente de que ese era el castigo.

La sociedad como un todo está enterada, debería estarlo, de que hay crímenes que acarrean la muerte; por lo tanto no debería haber tantos melindres a la hora de la ejecución, salvo por supuesto, el de los familiares directos del ejecutado, y los plañideros tercermundistas que lo acompañarán. En algunas regiones musulmanas, el amputar la mano como castigo por robar, no es visto como desmesurado ya que antes de robar, el delincuente sabía qué le podía pasar. A veces nos preguntamos qué tiene de malo si a quien se traga la luz roja, se le cortara un dedo, por ejemplo, como castigo. Saldrán escarceos filosóficos y éticos sobre la desproporción del castigo y de la falta; que podría ser verdad en caso de una persona ingenua que no perciba el acto como incorrecto. Se supone que todo el mundo sabría que comerse la luz roja es un dedo menos. Las críticas de los principales detractores se pasean desde que es un espectáculo para las masas hasta puntos aceptables. Quienes montan el show son los que se oponen; y entre los actos preferidos es presentar el asesino, obviando todas las circunstancias que rodearon al crimen, arrepentido, con cara de yo-no-fui y posiblemente diciendo que si el Señor lo ha perdonado, por qué no la sociedad.

El premio Nobel Camilo José Cela dice que matar el perro no mata la rabia; pero no matar el perro nos crea dos problemas: curar la rabia y tener que, al mismo tiempo, lidiar con un animal rabioso vivo; al can deberíamos hacerle simplemente la autopsia y buscar en la sociedad qué hizo que el perro se convirtiera en una fiera asesina. La pena de muerte es para simplemente eliminar al que haya matado. La sociedad debe ocuparse de por qué alguien asesina; no de cuidar, además, al asesino, salvo que lo quiera mantener como conejillo de indias; y posiblemente esto sea moralmente incorrecto. Argumentos sólidos son el albur de un error, porque no hay marcha atrás; en esto la justicia debería actuar en los casos con testigos oculares del hecho, sin pruebas circunstanciales y sin atisbos de duda. Otro argumento, que la pena capital no ha bajado la criminalidad en ninguno de los países donde se aplica, recuerda al padre que llora la muerte de su hijo, y alguien le dice ¡no llore que no va a resucitarlo!; lloro, contesta, porque me duele, no para revivirlo.

Marcial Fonseca