miércoles, 7 de agosto de 2002

El gatico del nieto

Tal Cual - 7/8/2002

En verdad, pensaba el bombero de guardia, que fueron emocionantes esos días de abril; vivirlos lo sumergió en la historia. El nada más había atendido treinta y siete incendios, dieciocho infartos callejeros, treinta partos en autobuses. Ahora, sin llamadas de emergencia, los gloriosos días se desleían en el fastidio. Lo único interesante era desenrollar y enrollar las mangueras, lavar las unidades o simplemente esperar una llamada de socorro. Iban dos semanas sin un carro incendiado, alguien atrapado en un ascensor o aprisionado por una nevera que bajaban por la escalera de un edificio. Por eso, cuando repicó el teléfono, se alegró. "Ojala sea algo bueno", pensó. De la bocina a duras penas salía una voz femenina, con el timbre argentino de los ancianos, que solicitaba ayuda sin especificar qué. Enternecido por lo tenue y delicado del susurro, pidió la dirección. Por si acaso, tomó la unidad mejor equipada: cisterna, escaleras de tres plumas y alcance de setenta y cinco metros, máquina defibriladora, bombonas de oxígeno, primeros auxilios, y por supuesto agua y espuma. La tripulación, él como comandante, eran seis profesionales deseosos de acción. La avenida Fuerzas Armadas estaba congestionada; un policía motorizado que estaba cerca, se ofreció para despejar el camino; a la altura de San José cruzan hacia el oeste. Al enrumbarse hacia las esquinas Cardones y La Ceiba, de La Pastora, ven a la abuelita, con su pelo blanco y una cara de angustia. "Si está afuera, es otro el accidentado". Ella, con voz lastimera le dice: "El gatico que me dio mi nieto se subió al guanábano, y no sabe cómo apearse". El jefe de la unidad se molestó. "Acá en Venezuela", dijo para sí mismo, "somos un país serio, no como los del norte o de Europa que están con esas pendejadas de bajar animales de los techos o esas bolserías de lavar garzas manchadas de petróleo derramado en el mar". Nuevamente la voz maternal hizo su efecto, y el bombero de guardia ordenó que la pluma de la grúa, con un bombero a bordo, bajara al gatico. Este, una vez en el zaguán, se perdió en los recovecos de la caraqueña vivienda. Ella en retribución, los invitó a un café y a un bienmesabe con buñuelo, por supuesto de elaboración casera. "Muchas gracias", no se cansaba de decirles, "si le hubiese pasado algo, yo me hubiera muerto de la vergüenza, no podría verle la cara a mi nieto; si ustedes lo conocieran, es el muchachito más inteligente y bello que hay, igualito a su padre. El quiere mucho a Teddy, así se llama el gatico, ¿dónde se habrá metido?, michi, michi, venga a darles las gracias; debe estar escondido, es muy tímido". Luego de compartir unos treinta minutos, los bomberos se despidieron de la abuelita. Ella se afanó en ubicar el gatico para que les dijera adiós a sus salvadores. Los funcionarios acompañaron el violento arrancar del camión con el ulular de la sirena, y por ello nadie oyó el agudo miau del gatico que se había refugiado debajo de las morochas del carro-bombero.

Marcial Fonseca

martes, 19 de febrero de 2002

La viuda negra

Tal Cual / Escribir y Publicar #28 (España) - 19/2/2002

Desde su adolescencia, se había dedicado a conocer el sexo femenino, sus pliegues, sus olores. Cuando veía una hembra, movía los ojos entre el bajo vientre y la cara; y siempre su imaginación traspasaba las telas. Las mujeres observadas se tapaban con la cartera o esquivaban la mirada. La que se asomó por la esquina lo impresionó. Hermosa, cabello negro y suelto, tez blanca, labios carnosos; caminaba con desenfado, la falda era ajustada al cuerpo y la frente de Venus no se notaba, brotaba. No recordaba haber visto algo igual. Empezó a pasear la vista entre la cadera y el rostro; la mujer respondió mirándolo a los ojos, que no lo amilanó, y luego ella se puso en el camino de él, éste sintió un ligero temor; pero siguió en su afán. Chocarían si alguno de los dos no variaba el rumbo. "Te aseguro que no has visto una más grande que ésta", le espetó ella y lo sorprendió; jamás había enfrentado una hembra tan osada. Debía pensar rápidamente una respuesta similar para demostrar que era un hombre en todos los terrenos. "Por supuesto que no he visto nada tan grande", contestó mientras buscaba una frase contundente que lo pusiese al mismo nivel de desparpajo, "pero te aseguro que no te la han besado como yo lo haría". Ella, que buscaba vencer a un atrevido del sexo opuesto, quedó perpleja. La respiración se le hizo más intensa de sólo pensar qué podría hacerle. Sintió un leve humedecer allá abajo. "Demuéstramelo. Yo vivo a la vuelta de la esquina"; "Vamos". Una vez en el lugar, él impidió que ella se lavara; le dijo que la esencia era el todo; la volvió a perturbar. La desvistió, la acostó; besó sus pezones y luego, con maestría, bajó a la negra montaña. Realmente era una bella colina. En la posición que estaban, la mujer se veía descomunal. Los vellos eran abundantísimos, esto le gustó a él; era extremista, el monte debía ser una verdadera maraña o un desierto, no le gustaban los términos medios. Olisqueaba, y en cada inhalación absorbía algo de ella; le abrió las piernas y le levantó los muslos; de lo profundo salió el perfume vital. Empezó a saborearla desde el inicio de las posaderas hasta el borde superior de los vellos. Un aroma cobrizo se amalgamó con el que salía del túnel natal y con el del sudor de las orillas. Restregó su cara por todo el sexo; regresó al reducto inferior, pasó por la gruta maravillosa y se detuvo en el botón sagrado; luego le separó los labios externos. Ella sentía que todo él era un pene y quiso corresponder, ser toda vagina, y concentrándose en los músculos uterinos empezó a succionar con fuerza; él ubicó la boca sublime, ella sintió que algo áspero empezó a penetrarla. Las manos todavía sostenían los pliegues; pero ya la nariz había encontrado su camino; la mujer siguió succionando; y el hombre, sumergiéndose, colocó sus brazos a lo largo de su cuerpo con lo que aligeró la entrada y desapareció por completo cuando sintió que los espasmos de ella coincidían con los suyos.

Marcial Fonseca

martes, 15 de enero de 2002

Recuerdos de una santa

Tal Cual - 15/1/2002

En los últimos meses, nuestra madre no rondaba por los pasillos de la casa; las bendiciones nos las impartía desde su lecho de enferma, donde la placidez de su rostro anhelaba una muerte que se acercaba distraída. El jardín mostró los efectos de su ausencia: un hermoso y esbelto mamón se derrumbó a los días de su partida. Ahora su impronta se presenta por ráfagas, envuelta en recuerdos desordenados; saltando de una época a otra. Por allá aflora la etapa de la primaria, cuando sutilmente nos exigía la lectura del libro de primer grado, porque aparte de progenitora, fue la maestra que nos enseñó a todos a leer, así como también a sumar, o a ser diligentes. La adustez desaparecía por el amor con que lograba que los números estuviesen correctos o las planas derechitas. Cuando teníamos que andar solos, y ya era bachillerato, en el corredor se oía, a las tres de la mañana, su venir para despertarnos de madrugada y así ser los mejores del colegio. Minutos después llegaba con una taza de café y un plato de tajadas. Mientras estudiábamos, ella se ocupaba de las otras tareas de la casa que alternaba con las confecciones de los pantalones, camisas o vestidos que vestirían a la familia. Las memorias pasan de Duaca a Siquisique. Una hermana nos dejó; las lágrimas de la madre cobijaron la desnudez de la hija y el intenso dolor hizo que sus huellas y las de nuestro padre se hicieran más comunes. Su carácter atemporal, y quizás por ello más consustancial con la realidad de la vida, nos lleva a un incidente callejero del marido que la preocupó; pero que supo encarar con entereza: le sirvió para enfrentar, días más tarde, a los hombres que buscaron venganza. Mi padre, en la intimidad de la alcoba, sugirió la posibilidad de pedir un traslado en el trabajo a otra ciudad. La respuesta fue que prefería un valiente muerto a un cobarde vivo. El autor evoca las reminiscencias anteriores desde que su madre, la señora Enoe, abandonara este mundo el pasado 24 de diciembre. Sus recuerdos y bondad nos acompañan.

Marcial Fonseca