El Mundo / Sábado / Caracas , 15 de Marzo de 2008
Si usted, amigo lector, es de los que creen que Jesucristo resucitó de entre los muertos, que Mahoma subió a los cielos en una yegua blanca, o que los movimientos retrógrados de los planetas afectan nuestras vidas, entonces creerá la historia siguiente. En un museo británico fueron descubiertos unos manuscritos del sabio Ibrahim-Ibn-Salem, que son la traslación al inglés de las experiencias de unos místicos monjes tibetanos, y que hablan de los amplios conocimientos que poseyeron sobre el ser humano y que les permitió sumergirse en los momentos previos a la muerte, y más allá. El autor basa su texto en estos manuscritos. Gracias al dominio sobre su cuerpo, los monjes lograron desdoblarse en cuerpo y alma (esta es la mejor palabra que consiguió el autor para describir la habilidad de ellos de liberar momentáneamente su parte racional de sus carnes). Al principio el acto lo hacían individualmente; luego que alcanzaron el desdoblamiento a plenitud, decidieron hacerlo en conjunto para comunicarse entre ellos y ver cómo podrían utilizar esa habilidad y qué provecho podría tener. Los primeros contactos fueron de una gran paz espiritual, se comunicaban poco; sentían que la beatitud consistía en quedarse en silencio, y silencio significaba que no había intercambios de pensamientos, que eran las palabras en ese estado, solamente contemplación; también sentían una gran soledad, no aparecían otras estelas (así llamaban a lo que abandonaba el cuerpo durante el fenómeno); y por eso veían un mundo sin almas, salvo las de ellos. Uno de los monjes superiores (Cramlai Lama, de 84 años) sugirió desdoblarse en presencia de personas moribundas, se dedicaron a visitar hogares que tenían un ser querido en tal condición. La experiencia fue impactante, aquellos que estaban a instantes de expirar (por ahora hablemos de la muerte del cuerpo) se desdoblaban y sus estelas mostraban más preocupación por cosas físicas sencillas que por cosas elevadas; una quería que le dieran agua, o que simplemente le humedecieran los labios, como el cuerpo no podía hablar, movía sus ojos; hubo uno que quería que le cubrieran los pies, sentía mucho frío; otra pedía que corrieran las cortinas de la ventana, estaba necesitando aire. A aquellas que físicamente no les faltaba nada, salvo la vida que se les estaba yendo, dedicaban sus últimos pensamientos a sus seres queridos, principalmente a los de menor edad. Mientras las estelas de los moribundos se expresaban con pena, de sus labios salían simples balbuceos raras veces entendidos por los presentes. Los monjes narraban lo anterior con una gran tristeza. Lo cierto es, decían con dolor, que cuando las casi siempre angustiadas estelas se desvanecían, al volver los monjes a la realidad, los correspondientes cuerpos estaban muertos. Concluían ellos, en su sabiduría, que cuando morimos realmente desaparecemos, no vamos a ninguna parte; que vivimos mientras los vivos nos recuerdan.
Marcial Fonseca